Música clásica desde 1929

Crítica libros / “El arte es sencillez”, el diario berlinés de Arnold Schönberg - por Javier Extremera

16/09/2024

Para festejar esos 150 años cumplidos de su alumbramiento que conmemoramos el pasado viernes 13 de septiembre, la editorial Acantilado acaba de publicar las pocas páginas que estampara sobre un diario Arnold Schönberg (Viena, 1874 - Los Ángeles 1951) uno de los más influyentes y transformadores compositores parido por la humanidad. La escritura arranca un 20 de enero de 1912 desde la ciudad de Berlín con un sincero… “Por fin he empezado. Hace mucho que me lo había propuesto. Pero no podía quitarme de la cabeza la idea de que antes tenía que recoger algunos recuerdos de lo que ha sido mi vida hasta ahora… vamos allá”. Su discípulo desde que se conocieran en 1919, Josef Rufer, fue el descubridor de estas desordenadas páginas encontradas cuando estaba poniendo en orden su legado, advirtiéndolas entre el maremágnum de archivos y documentos depositados en el despacho de su casa de Los Ángeles, a la que llegó en 1933 -a sugerencia de Hitler- para ya jamás abandonarla.

Este primer y breve Diario publicado al fin en castellano (Schönberg dejaría posteriormente otros dos de similares extensiones) bucea de manera fragmentaria y con enormes saltos en el tiempo (la última entrada está fechada en mayo de 1915 ya metidos de lleno en la Gran Guerra), en la vida personal y profesional del vienés. Más que un diario se trata de apuntes, mensajes, dudas, pensamientos y reflexiones íntimas dibujadas a vuelapluma por el compositor, en las que aprovecha para externalizar sus inquietudes diarias e incluso exorcizar algunos demonios, dejando entrever el lado más humano y familiar del padre del dodecafonismo. Las rivalidades y la lucha de egos, el proceso creativo, los apuros económicos para sacar adelante la familia, el miedo al fracaso, los laberintos de la modernidad, en definitiva, una eficaz radiografía de una época y de unos tiempos convulsos y a la vez fascinantes, en lo musical.

Schönberg ya había huido bastante resentido de la capital austríaca y de sus críticos (“la chusma que escribe en Viena”) para instalarse en la cosmopolita Berlín. Allí será donde germine y se estrene una de las obras más innovadoras y rompedoras de todo el siglo pasado, como es la enigmática y fascinante “Pierrot Lunaire”, que finalmente le acabó brindando un áureo trono dentro de la profesión. Y es que si él se retorcía impotente cada vez que escuchaba eso de “es un ingeniero de la música”, tenía muy claro entonces que ese reconocimiento que él tanto merecía llegaría tarde o temprano: “a mi música hay que darle tiempo, no es para gente que tiene otras cosas que hacer”. Nos cuenta su primer encuentro con la gestora de la obra, la actriz y cantante Albertine Zehme, a quien le regatea honorarios y derechos de autor (“lo haría sin cobrar incluso” confiesa). El 12 de marzo de 1912 está eufórico y feliz, pues acaba de concluir el primer poema de Giraud (“Mondestrunken”) y plasma en el Diario, “ha salido muy bien, está lleno de sugerencias, y siento que me conducirá a una nueva forma de expresión”. Estaba naciendo para la música clásica el sprechstimme.

Por entre sus apuntes, jornadas vividas y chascarrillos de su época pululan la flor y nata cultural y artística (en todas sus expresiones) de su tiempo, así como su círculo más cercano de amistades. Ahí están presentes los Busoni (“he sido muy injusto con él”), el director Kousevitski (que quiere estrenar en San Petersburgo su “Pelleas”), el editor Hertzka, el violinista y concertino de la Filarmónica de Viena Arnold Rosé (otro exiliado por la “solución final”), el pianista Eduard Steuermann (que estrenara la mayoría de sus piezas para teclado), Kokoschka, Loos, Oppenheimer, Kandinski, el tutor de toda una generación de músicos que fuera Gustav Mahler (expone su enfado porque Webern decide acudir al estreno de la Octava Sinfonía, antes que al primero de sus Cuartetos), los encontronazos con su viuda Alma, Richard Strauss (que tras escucharle su “Sinfonía Doméstica” los nervios le produjeron tal ataque de tartamudez que fue incapaz de articular palabra alguna frente al gran maestro). Pero sobre todo, sus tres más cercanos amigos, compañeros y compinches musicales como fueron Zemlinsky (cuñado entonces), Berg y su favorito y más fiel perro guardián de su obra, Anton Webern (“llegará lejos”). Entre sus apuntes se puede mascar, aparte de su evidente egocentrismo, ese halo mesiánico que le rodeó y mantuvo entre los demás su figura. Schönberg nunca habla de colegas, compañeros o alumnos, sino que a sus seguidores los tilda siempre de “discípulos”.

Con bastantes anotaciones y para complementar este escueto Diario, su descubridor Josef Rufer (discípulo, asistente, amigo y confidente de Schönberg prácticamente durante toda su vida) incluye una breve presentación firmada por el propio compositor para la emisión radiofónica de su ópera cómica “De hoy a mañana” y el magnífico ensayo “Homenaje a Schönberg”, que escribió después de estar ordenando y clasificando en 1957 todo el archivo (más de 20.000 manuscritos) que el maestro guardaba en su casa californiana. Un emotivo y admirativo texto que Rufer escribe con el corazón en la mano.

En estas páginas su venerado alumno y amigo expone la importancia de su figura en la Historia, abordando la inagotable y polifacética obra teórica que también legó, pues aparte de componer, le encantaba teorizar sobre temas políticos, religiosos, históricos, económicos e incluso gestando algunos curiosos inventos. La estoica veneración por la dominante música germana, su gusto por la polémica, el Doktor Faust de Mann, ese Tercer Acto de Moses und Aron que nunca llegó, el antisemitismo que tuvo que soportar, su pasión por el tenis, el ping-pong y el ajedrez, divertidos encuentros, como el acaecido con Puccini o Gershwin, enriquecen este encantador y sentimental ensayo, retrato humanista y afectuoso de un genio, que además nos adentra en los métodos y procesos creativos del compositor tras su ruptura con la tonalidad.

Resulta curioso comprobar como al que muchos calificaban su obra como de complicada asimilación o incluso de ilegible, proclamara incansablemente a los cuatro vientos eso de “el arte es sencillez”. Como el propio Rufer confiesa, “Schönberg jamás enseñó a sus discípulos cómo se hace música… él simplemente los ayudaba a entender qué es la música”. Y este libro, nos ayuda a entender, y mucho, quién demonios fue realmente Arnold Schönberg, el más moderno de los modernos.

Arnold Schönberg: “Diario de Berlín”

Josef Rufer: “Homenaje a Schönberg”

Traducción: Roberto Bravo de la Varga

Editorial Acantilado, Núm. 484 (131 páginas)

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