La verdad es que Sofía Gubaidulina y Anton Bruckner hacen buena dupla en un programa. Ambos son compositores que, a pesar de vivir en épocas muy diferentes y partir de tradiciones y estéticas muy distintos, consideran la música como un vehículo perfecto para transmitir algo espiritual. Así pudo verse el pasado 20 de octubre en L’Auditori, en un concierto dirigido por la nueva batuta de la Orquesta Sinfónica de Euskadi, Robert Treviño.
Lo abrió La luz del final, una partitura de atmósferas enigmáticas y sutiles, que revela la habilidad de la compositora rusa para unir tradición y modernidad, técnica y expresión. Fue un buen prólogo a esa catedral inacabada que es la Sinfonía n. 9 de Bruckner, abordada por Treviño con sentido de la monumentalidad, como si la orquesta fuera un gigantesco órgano.
Como suele ser la tónica actual cuando se trata del maestro austriaco, fue una lectura más activa que contemplativa, viva, contrastada y fluida en su Feierlich-Misterioso inicial, especialmente contundente en el demoledor Scherzo (y llena de encanto popular en la sección de trio) y con la expresividad justa en el Adagio final, eso sí, algo empañado por la irregular prestación de las tubas wagnerianas. En suma, un muy buen concierto que permitió descubrir a un director que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo.
Juan Carlos Moreno
OBC / Robert Treviño. Obras de Gubaidulina y Bruckner.
L’Auditori, Barcelona.
Foto: Robert Treviño.